(Texto redactado para la Asociación de Divulgación e Investigaciones Históricas de Murcia, España. - http://www.agalera.net/pepe.htm)
Isabel
enjuagaba con sus manos enrojecidas, la ropa en la helada agua de la tinaja,
mientras miraba a los niños corretear por el amplio patio. Pensaba decirles en
un rato que fueran a “ayudar” a su padre que estaba en la chacra, podando los manzanos.
Qué
curioso seguía siendo para ella, que en pleno mes de junio, por estas nuevas
latitudes se padecieran las bajísimas temperaturas de los crudos inviernos… Y
era en esta época, cuando debían recortarse los brotes de los árboles, para
incrementar el rendimiento de los frutos.
Manuel
se encontraba adentrado en el monte, no se lo veía ni escuchaba desde la casa,
sin embargo, por la agitación de los perros, Isabel podía imaginar
aproximadamente dónde estaba. Hacía unos cinco años las plantas medían menos de
dos metros, por lo que en ese momento se divisaba a lo lejos no sólo a su
esposo en la labor, sino también las vecinas casas de las familias de
inmigrantes, que se habían asentado en el loteo de la zona. Muchos eran
italianos, aunque también varios como ellos habían llegado de España en la
década del ’20, en un intento de alcanzar nuevas esperanzas y mejores
estándares de vida. Sorpresivo y desesperante fue cuando llegaron a la zona,
encontrarse con un terreno árido, semidesértico del cual tendrían que
ingeniárselas para hacer brotar algo con que subsistir. La empresa parecía
imposible, pero años más tarde, al ver a lontananza era profundamente
emocionante rememorar lo vivido y contemplar lo que habían logrado.
-Francisco,
Juan….!
Nombraba
a los más grandes de los cuatro niños, de ocho y diez años.
-Vayan
a ayudar a su padre!
Los
cuatro miraron hacia donde estaba su madre, y mientras arrojaban al piso las
maderas con las que estaban jugando, salieron corriendo hacia el monte.
-Juan
y Francisco, dije! Los otros dos, vengan aquí ya mismo! Me van a ayudar a tender
la ropa!
Los
dos más pequeños se detuvieron de inmediato y medio a regañadientes volvieron
sobre sus pasos con lentitud. Félix y Carmen, de 5 y 7 años respectivamente
acudían al requerimiento Isabel con caras de fastidio. Les gustaba revolotear
por donde su padre y sus hermanos estaban. Molestaban nada más, no obstante, se
divertían juntando las ramitas que caían y arrancando otras que no se debían
arrancar. De tanto en tanto uno de ellos o ambos llegaban a la casa llorando
por el regaño recibido.
Los
españoles consideraban a Argentina uno de los destinos principales en aquella
época para emigrar. Quienes descendían de los barcos en el puerto de Buenos
Aires, emprendían el nuevo reto de decidir dónde se asentarían. Muchos otros europeos
que habían llegado años antes ya estaban instalados, y habían escrito cartas a
sus familiares comentando dónde encontrarlos.
Tal
era el caso de la familia Suárez. El hermano de Isabel -Antonio- ya se
encontraba desde el año 1921 en el Alto Valle
de la provincia de Río Negro, zona prometedora del interior del país, en el
norte de la Patagonia Argentina. Por esos años, en la Colonia Regina Paccini de
Alvear, la Compañía Ítalo Argentina de
Colonización había adquirido 5.000 hectáreas de tierra para impulsar el
desarrollo de la futura ciudad, que posteriormente en 1925 se consolidaría como
Villa Regina. Italianos, españoles y yugoslavos entre otros inmigrantes,
recibían parcelas de tierra y trabajaban codo a codo en este utópico
emprendimiento.
Manuel
e Isabel consolidaron su nueva familia americana unos meses luego de llegar, en
1925 con el nacimiento de Juan. La labor era ardua, días interminables de
incesante trabajo y escaso rendimiento. Durante los cinco primeros años sólo
vieron de la tierra surgir vegetales, ya que los frutales tomaban un tiempo para
llegar a producir. Pero el alimento no faltaba: criaban gallinas, patos y
chanchos. El vecino les intercambiaba huevos por baldes de leche, y
ocasionalmente se juntaban dos o tres familias a embutir chacinados.
Hoy,
a pesar de que todos extrañaban a sus familias y a los seres queridos que
habían dejado en el querido viejo
continente, ella y su esposo eran felices con lo poco o mucho que tuvieran.
Prósperos tiempos en libertad venían por delante, y la satisfacción de percibir
los frutos de su trabajo era inconmensurable.
Once
años después de llegar a Argentina, Isabel miraba con amor y orgullo a esos
niños que venían protestando, dichosa de que sus hijos fueran el legado de su
Madre Patria y el futuro del nuevo país.
Viviana
Vitulich
Interresante. Y conocido. Que no se pierda el pasado. Muy buena iniciativa!
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