Siempre la culpa la tiene otro...

Nuestra vida no depende de lo que digan o hagan los demás. Seguramente lo habrá escuchado en muchas oportunidades pero ¿lo ha incorporado realmente? ¿En qué medida usted tiene en cuenta la mirada del otro al momento de hacer o decir lo que realmente desea?


Al ser seres sociales, insertados en una comunidad y rodeados de personas, se entiende que debemos respetar ciertas pautas de convivencia, y aunque creamos que lo que tenemos que decir es exclusivamente nuestra opinión personal no podemos andar por ahí hiriendo susceptibilidades deliberadamente. El arte de la diplomacia es sumamente valioso en aquellas circunstancias en donde el contenido que queremos comunicar es un tanto controversial.


Remitiéndome a palabras anteriores, en donde mencionaba sociedades enfermas y particularmente frecuentes en muchos pueblos pequeños; los mandatos que se nos han enseñado en la infancia, y cuyos preceptos debíamos respetar (porque de lo contrario estaríamos siempre en boca de los demás) son modelos mentales que forzadamente debimos incorporar pero que no son ni efectivos ni sanos.

“Nosotros no andábamos con mañas, se comía lo que había y no se podía opinar de nada… Si nos mandábamos una macana, nos daban tremenda paliza. ¡Y sin embargo mis hermanos y yo salimos bien!”

¿Alguna vez escucharon frases de este tipo? ¿Cómo ven que transcurren las vidas de esas personas?

Aquellos padres, sin duda creyeron que estaban realizando la mejor labor en cuanto a crianza infantil respecta. Que con estricta disciplina sus hijos aprenderían a incorporar y exhibir valores como el respeto y la rectitud. Seguramente este cometido lo habrán logrado, pero con ello también consiguieron que acompañando a estos valores, surgieran traumas relacionados con el miedo, la represión y el tabú.

Sin comunicación no hay aprendizaje. 

Un animal puede cesar en determinada conducta si se lo golpea sistemáticamente en cada repetición, pero eso no hace que incorpore el aprendizaje sino que tenga miedo de ser golpeado otra vez. Claramente cabe la posibilidad de que en algún momento muerda o intente defenderse de aquella persona que lo viene a castigar. Y en tal caso se lo catalogará como mal perro, y seguramente sobrevendrá una nueva paliza.

Este método de represión, no hace más que generar sintomatología directamente desde el inconsciente mismo. Esto funciona enviando hacia lo más profundo y recóndito de nuestro aparato psíquico aquellos recuerdos que se nos hacen intolerables. Allí permanece aparentemente oculto, contaminando y afectando todo lo que lo rodea, y manifestándose ocasionalmente a través de sueños, actos fallidos o síntomas neuróticos. Tarde o temprano ese contenido logra emerger, redimidos por las necesidades que claman por salir, ya que cuanto más fuerte es la represión de una emoción, más fuerte es la explosión emocional.

Citando al Dr. Don Colbert, especialista en psicoterapias y medicina preventiva: 
“Las emociones que quedan atrapadas dentro de la persona buscan resolución y expresión. Esto forma parte de la naturaleza de las emociones, porque deben sentirse y expresarse. Si nos negamos a dejar que salgan a la luz, las emociones se esforzarán por lograrlo. La mente inconsciente tiene que trabajar más y más para poder mantenerlas bajo el velo que las esconde”

Cuando todo lo que podemos ver a nuestro alrededor son sólo constantes prejuicios y evaluaciones, sin poder discernir que el afuera debe permanecer afuera, inevitablemente terminaremos asimilando ese comportamiento y adoptándolo como propio. Y en la medida en que consideramos que tenemos injerencia sobre los asuntos de los demás, con derecho a opinar, criticar y participar en cuestiones ajenas, del mismo modo estaremos entendiendo que al igual que nosotros los otros también tienen potestad para participar activamente en la construcción de nuestras vidas y la toma de nuestras decisiones.

Al entregar el mando a otras personas, perdemos poder sobre nosotros mismos, permitiendo que otros nos manejen y nos definan y claro, atribuyendo convenientemente cualquier tipo de culpa, responsabilidad o consecuencia a el afuera. Así, posicionándonos como víctimas, miramos a los demás o a nuestros problemas con la esperanza de que sean ellos los que cambien; poniendo toda nuestra energía en el afuera y orientando nuestros esfuerzos a lograr que las cosas y las personas se adapten a nuestras expectativas. Esta resistencia al cambio que experimentamos, se traduce en un obstáculo de preocupantes dimensiones, que no solamente nos impide mejorar, sino que además genera emociones dañinas convirtiéndonos en personas quejosas, exigentes y controladoras.

Una vez arrastradas hacia esta particular visión de las cosas, las personas comienzan a emitir juicios de valor acompañados de falta de empatía, dejan de escuchar a los demás y gradualmente se van comunicando cada vez más deficientemente; con lo cual las emociones resultantes serán bronca por las consecuencias resultantes de sus actos, frustración al no lograr lo que esperaban, impotencia por no poder hallar una solución y angustia por el nuevo problema que surge.

Según van transcurriendo etapas en nuestras vidas, desempeñamos diferentes roles en nuestra sociedad, y estos roles acarrean distintas magnitudes de responsabilidades y obligaciones. Cuando respondemos por las propias acciones y nos hacemos cargo de las consecuencias de nuestros actos, estamos hablando de responsabilidad.

El camino de cualificaciones entre la persona responsable y la que no lo es, tiene una dimensión considerable. Quienes exageran las atribuciones de esta palabra, asumen sus obligaciones con demasiado rigor, identificándose con asuntos que no son suyos e intentando resolver todo tipo de cuestiones que no le son propias. Por el contrario, en el otro extremo se encuentra el irresponsable; aquel que no cumplen con sus obligaciones, desatienden sus responsabilidades y no se hacen cargo de sus acciones. Esto ocasiona que transite su vida sin hacerse cargo ni preocuparse por la cantidad de personas damnificadas que pudieran verse afectadas por este tipo de conducta.

Cuando culpamos al otro por las cosas que nos suceden, no estamos siendo autocríticos ni introspectivos, lo cual nos impide examinar objetivamente en qué nos hemos equivocado y consecuentemente imposibilita desarrollar cualquier estrategia para enmendar ese error.

Toda circunstancia de nuestra vida será consecuencia de elecciones que hemos realizado. Salvo muy contadas excepciones en las que sucesos fortuitos han intervenido y nos han afectado, cada cosa que nos pase es el resultado directo de escoger de entre el abanico de posibilidades, una alternativa y no otra.

Por ejemplo: Invito a una amiga a tomar el té a la tarde, pero le advierto que venga a las 17:00 porque a las 19:30 tengo que estar en otro evento al que bajo ningún motivo debo llegar tarde. A la hora del encuentro, la invitada no llega. Los minutos pasan, y pasada una hora me comunico y me responde que tuvo un inconveniente, pero que está en camino. Decido esperarla, pero siendo ya las 19:00 decido no postergar más mis compromisos y debo comenzar a arreglarme para salir. Efectivamente, llego tarde al evento, muy enojada con mi amiga por haberme hecho esperar tanto.

¿Por qué he de enojarme con otras personas? ¿Si quien decidió llevar la espera más allá de los tiempos aceptables fui yo?

Es decir, primero tuve en consideración a la otra persona, puse sus prioridades por encima de las mías a tal extremo que debí llegar tarde por quedarme esperando; pero luego mi frustración y mi imposibilidad de asumir mi propio error me conduce a enojarme con esa persona, que ajena a todo lo que está sucediendo, no tuvo más actitud que solamente llegar tarde, y que quizá pueda haber sido por un motivo lícito. Es más, no he corroborado siquiera cuál fue el problema que la llevó a retrasarse o si se encuentra bien.

Culpar al afuera es lo más fácil, lo primero que se nos ocurre pero también lo más dañino para nosotros y para los demás. No se puede lograr un aprendizaje del error si no se lo reconoce, por lo que cada vez que algo malo, desagradable o perjudicial nos suceda, evaluemos críticamente qué acciones hemos tenido para que ello suceda. Evaluemos también qué es lo que hemos omitido y debimos hacer o decir. Y de igual forma, examinemos los imprevistos que han intervenido para que de esta manera evitemos asumir culpas que no nos son propias.

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